A Merche Martín y Samuel Albores, que sin conocerse me recomendaron esta lectura

Jacob Jordaens (1593-1678), Los cuatro evangelistas (fragmento)
Memoria autobiográfica, investigación histórica, meditación sobre el cristianismo. Estos son los componentes de El Reino, de Emmanuel Carrère, libro polémico y apasionante sobre la iglesia primitiva y la posibilidad (o no) de ser fiel al mensaje transgresor de su fundador.
¿Ficción histórica?
Ahora bien, esta no es una novela histórica sobre los Hechos de los apóstoles. A quien la busque, le recomiendo El reino de los réprobos, de Anthony Burgess (el mismo autor de La naranja mecánica, que Stanley Kubrik adaptó al cine). En opinión de Carrère, es inevitable ver proyectada la sombra del novelista, más vale aceptarla y exponerla que intentar borrarla, del mismo modo que a los pintores del pasado no les importaba vestir a la Virgen a la usanza de su época, pero sí el realismo de los rostros. Y compara El Reino con Memorias de Adriano: “Hay dos escuelas, y lo único que se puede decir en favor de la mía es que encaja mejor con la sensibilidad moderna, amiga de la sospecha, del lado oscuro y de los making of, que la pretensión, a la vez altanera e ingenua de Marguerite Yourcenar, de borrarse para mostrar las cosas tal como son en su esencia y verdad” (III.25).
No sé si estoy de acuerdo en todo con esta opinión, la cito porque invita a reflexionar sobre cuáles son los caminos más aptos para aproximarse a la verdad histórica, y la ficción es un modo de aproximarse a la verdad. En cuanto a los orígenes del cristianismo, no hay más fuentes que el Nuevo Testamento, los Apócrifos, los manuscritos de Qumrán, Tácito, Suetonio, Plinio el Joven y Flavio Josefo. A partir de aquí, hay diversidad de lecturas. Por ejemplo, un teólogo verá las cartas de Pablo como tratados de teología. Para un historiador, esas cartas describen la vida cotidiana, la organización, los problemas de las primeras comunidades, ofrecen un itinerario de los viajes de Pablo entre los años 50 y 60 del siglo I. Todos los historiadores, no importa cuál sea su ideología, tienen en cuenta las cartas de Pablo y los Hechos de los apóstoles, pero todos saben que “en caso de contradicción hay que creer a Pablo, porque un archivo en bruto tiene más valor histórico que una compilación más tardía, y a partir de aquí cada uno se confecciona su guiso. Es lo que yo hago a mi vez” (II.20).
Veamos, pues, cómo fundamenta Carrère su trabajo a partir de una rama de los estudios filológicos: la crítica textual.
Semejanzas, contradicciones, diferencias
El Evangelio de Marcos, según puede leerse en cualquier edición de la Biblia, termina cuando Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y les ordena que vayan a predicar la buena noticia a todas las naciones. Pero hay un problema: “El verdadero final no es ese. El capítulo fue añadido mucho más tarde. No figura en el Codex Vaticanus ni en el Codex Sinaiticus, que son los dos manuscritos más antiguos que se conservan del Nuevo Testamento[…] el más antiguo de los cuatro Evangelios no muestra a Jesús resucitado, sino que concluye con la imagen de tres mujeres aterrorizadas delante de una tumba vacía” (IV.33).
Dado que la resurrección es un elemento fundamental de la fe cristiana, el problema no es menor. Para colmo, pese a la opinión tradicional desde Eusebio de Cesarea, según la cual Mateo escribió el primer evangelio, en el siglo XIX la exégesis alemana estableció que el evangelio más antiguo es el de Marcos. ¿Por qué? Porque tanto Mateo como Lucas, de manera independiente, leyeron el Evangelio de Marcos, lo adoptaron como fuente y, en gran medida, lo copiaron. Además, los evangelios de Mateo y de Lucas habrían contado con una fuente todavía más vieja, el manuscrito Q (por Quelle, que en alemán significa “fuente”): se supone que todos los pasajes comunes a Mateo y Lucas que no proceden de Marcos pertenecen a Q. Por último, aquello en que difieren Mateo y Lucas se denomina Sondergut, es decir, su “bien propio”.
Evidentemente, no es posible probar si Jesús resucitó o no con base en el final de los testimonios más antiguos del Evangelio de Marcos. De hecho, se podría imaginar que el Evangelio de Marcos, escrito en el siglo I, sí tenía el final que traen las ediciones modernas. El Codex Vaticanus y el Codex Sinaiticus, manuscritos del siglo IV, son copias de testimonios intermedios, hoy perdidos, a los que les faltaba el “verdadero” final que sí traían testimonios posteriores, los que sirvieron para fijar el texto. Creer o no es una cuestión de fe, lo que me interesa ahora es la diversidad de hipótesis de lectura.
Volvamos al manuscrito Q. No se conserva, todo lo que hay es la reconstrucción que Adolf von Harnack propuso en 1907 en una decena de páginas, 250 versículos, cuya mayor parte son palabras que habría dicho Jesús. Carrère advierte que hay que tener cuidado, no son una transcripción de lo que Jesús dijo realmente. Sin embargo, a falta de otro testimonio, “en ninguna parte se oye más claramente su voz” (III.34).
En cuanto al Evangelio de Lucas, “se compone de una mitad de Marcos, una cuarta parte de Q y otra parte de Sondergut” (III.34). Esto último es lo que le interesa especialmente a Carrère, pues a través del texto específico de Lucas intentará postular cómo escribió su evangelio y, lo más importante, cómo entendía Lucas, cronista de los viajes de Pablo, el mensaje central de Jesús.
Lucas el escritor
En cuanto a los otros evangelistas, Marcos fue secretario de Pedro. Mateo probablemente no existió, habría sido el nombre que recibió un autor colectivo, preferido por la iglesia para inaugurar el canon. Dejando de lado los evangelios sinópticos, el de Juan, el discípulo bienamado, tiene una posición antijudía. Suele atribuírsele también el Apocalipsis, escrito 40 años antes, pero esto es problemático porque ataca a aquellos cristianos que no observaban las prescripciones judías, y Lucas, cercano a Pablo, se habría sentido aludido y amenazado al escuchar su lectura pública en Éfeso (IV.21). Esto se comprende al analizar las cartas de Pablo, que abogan por una iglesia universal. Tanto en los Hechos (obra de Lucas) como en las cartas de los apóstoles (unas auténticas, otras no) se observa la lucha por el prestigio y el poder en el seno de la iglesia primitiva.

Vittore Carpaccio, Visión de San Agustín o San Agustín en su estudio (1502)
Así, con los textos a su alcance, se lo imagina trabajando Carrère: “Lucas era un ilustrado, un lector[…] La Septuaginta, Marcos y Q: son sus tres documentos de referencia, a los que creo que hay que añadir Flavio Josefo” (IV.34). Carrère conoce bien estas fuentes ya que participó en una nueva edición francesa de la Biblia como traductor del Evangelio de Marcos.

Para traducir el Evangelio de Marcos hace falta algo más que saber griego, hay que poder interpretarlo. Cuando estaba en la universidad, participé en una traducción de este evangelio con mi amigo Esteban Kohen y otros estudiantes. Nos había animado a intentarlo el prof. Alfredo Fraschini, que había dictado un seminario sobre textos cristianos primitivos.
Ya puestos en la tarea, sin un director, hubo muchas discusiones. La más acalorada fue cómo debía traducirse hamartía: el significado original de esta palabra es “fallo de la flecha del arquero”, pero ya en el siglo I podía tener el matiz de la intención en el yerro, es decir, el deseo de obrar mal. El problema fue que una parte del grupo argumentó que debía traducirse hamartía como mero «error», ya que «pecado», la traducción tradicional, habría sido producto de la ponzoñosa exégesis clerical.
Lamentablemente, no fue posible separar las ideas personales contra la iglesia de la conveniencia de emplear «pecado». Sigo pensando que el uso de «error» sin alusión de intencionalidad hubiese dado una traducción aberrante. La propuesta de conservar el término griego, una versión ilegible. Cuento esta experiencia personal para dar un ejemplo de las dificultades de encarar una empresa que, hasta donde yo recuerdo, quedó inconclusa.
Según Carrère, esta es la impresión que le habría producido a Lucas la lectura del Evangelio de Marcos: “es la historia de un curandero rural que practica exorcismos y al que toman por un hechicero. Habla con el diablo, en el desierto. Su familia quiere que lo encierren. Se rodea de una banda de parias a los que aterra con predicciones tan siniestras como enigmáticas y que se dan a la fuga cuando le detienen. Su aventura, que ha durado menos de tres años, concluye en un juicio chapucero y una ejecución sórdida; en el desaliento, el abandono y el espanto. En el relato que hace Marcos no hay nada que lo embellezca o haga más amables a los personajes. Al leer esta crónica brutal, se tiene la impresión de estar lo más cerca posible de este horizonte para siempre inalcanzable: lo que sucedió realmente. Son proyecciones mías, lo sé. Sin embargo, pienso que al descubrir el relato de Marcos, Lucas experimentó un poco de despecho. Ah, lo ha hecho otro… Porque él mismo deseaba hacerlo, porque quizá había empezado a hacerlo. Y después de haber leído a Marcos, debió de decirse: yo puedo hacerlo mejor. Tengo información que Marcos no tiene. Soy más instruido, sé manejar la pluma. Ese libro es un borrador escrito por un judío para judíos. Si lo leyera Teófilo, se le caería de las manos. Es a mí a quien corresponde escribir la versión definitiva de esta historia, la que leerán los paganos ilustrados” (IV.33-34).
Dicha aspiración encontró un momento propcio a raíz de la destrucción del Templo de Jerusalén por las legiones de Tito, en el marco de la Primera Guerra Judeo-Romana: “Hasta el año 70, un cristiano era una especie de judío. La amalgama le interesaba porque los judíos estaban identificados y, en líneas generales, eran aceptados por el imperio. La primera vez que se hizo la distinción no benefició a los cristianos: los quemaron a ellos para vengar el incendio de Roma, no a los judíos. Pero cuando éstos, tras el aplastamiento de su insurrección, se encontraron en la situación de proscritos, considerados terroristas potenciales, privados de todas las agradables excepciones de las que habían disfrutado, a los cristianos les convino desmarcarse de ellos. Hasta el año 70, los pilares de su iglesia eran Santiago, Pedro, Juan, buenos judíos, muy judaizantes. Pablo sólo era un agitador desviacionista del que nadie hablaba ya después de su muerte. A partir del año 70 todo cambia: la iglesia de Santiago se pierde en las arenas del desierto, la de Juan se transforma en una secta de esotéricos paranoicos, han madurado los tiempos para Pablo y su iglesia desjudaizada. El propio Pablo ya no está allí, pero le quedan adeptos dispersados por el mundo. Lucas es uno de esos directivos del paulinismo. Tras retornar a su país natal [Antioquía], pensaba que su retiro allí era definitivo. Pensaba que la historia había terminado, que la partida se había perdido, pero he aquí que antiguos camaradas de célula le dicen que no, que todo se reactiva y que le necesitan” (IV.29).
Por esta época empieza Lucas a escribir su evangelio, tendría entre 40 y 50 años, en Filipos, Macedonia. En este contexto, una ciudad del imperio se parecía a otra, los habitantes gozaban de similares condiciones de vida:
Life of Brian (1979)
Aunque, habría que notar también la visión de los vencidos, “paz” era aquello que los romanos llamaban cuando habían destruido todo. Carrère apunta que los romanos del siglo I no eran más creyentes que nosotros, pero lo eran un poco de la misma manera: “los romanos oponían la religio a la superstitio, los ritos que unen a los hombres a las creencias que los separan[…] Pensemos en nosotros, occidentales del siglo XXI. La democracia laica es nuestra religio. No le pedimos que sea exaltante ni que colme nuestras aspiraciones más íntimas, sino sólo que nos proporcione un marco donde pueda desplegarse la libertad de cada uno. Instruidos por la experiencia, desconfiamos por encima de todo de quienes pretenden conocer la fórmula de la felicidad, o de la justicia, o de la realización humana, e imponérnosla. La suprestitio que quiere nuestra muerte ha sido el comunismo, actualmente es el integrismo islámico” (IV.11).
Carrère imagina a Pablo como un fanático, pero a Lucas no. Esto no lo habría entendido Pasolini, quien tenía un proyecto de película sobre San Pablo ambientado en el siglo XX, donde “a Lucas le toca el papel del oportunista, el cauteloso, el que vive a la sombra del héroe y, por último, le traiciona. Pasada la sorpresa, y hasta el espanto, creo haber comprendido el motivo del odio de Pasolini por Lucas[…] para todos los que, al igual que el Dios del Apocalipsis, execran a los tibios, la frase de La regla del juego sobre que cada cual tiene sus razones y que el drama de la vida es que todas son buenas, es el evangelio de los relativistas y, digámoslo, de los colaboracionistas de todos los tiempos. Como es amigo de todo el mundo, Lucas es el enemigo del Hijo del Hombre” (IV.9)
Lucas, sin embargo, era un hombre de fuertes matices: médico sirio de habla griega, simpatizante del judaísmo pese a ser discípulo de Pablo, sin que él lo supiera habría leído las palabras de Jesús acerca del perdón de los pecadores, de la oveja perdida. Pero aun siendo el más firme de los evangelistas “en cuanto a la dicha prometida a los pobres y la maldición vinculada con la riqueza, Lucas es también el más proclive a recordar que hay ricos buenos, al igual que hay buenos centuriones. Es el más sensible a las categorías sociales, a sus matices, al hecho de que no determinen totalmente las acciones” (IV.42).
Tal vez debido a esta sensibilidad, Lucas, interesado más por los hombres que por las ideas, es en opinión de Carrère “el primer escritor antiguo que presenta un movimiento religioso exponiendo no su doctrina sino su historia” (IV.13). Al comienzo de su evangelio Lucas se fija el programa de un historiador, pero “apenas formulada esta exigencia, ¿qué hace a partir de la línea siguiente? Una novela. Una auténtica novela” (IV.35). Esta es la conclusión a la que Carrère llega tras haberse preguntado de dónde saca Lucas aquello que ha escrito y no se halla en sus fuentes: “Soy un escritor que trata de comprender cómo se las ha arreglado otro escritor[...] no son menudencias: es el Magnificat, es el buen samaritano, es la historia sublime del hijo pródigo” (III.31).

Rembrandt, El retorno del hijo pródigo (c. 1662)
A continuación, Carrère explica cómo montó Lucas los engranajes de su artefacto literario. Tomo como ejemplo la parábola del hijo pródigo. Ante las agrias recriminaciones del hijo mayor, “el padre no tiene ninguna respuesta convincente. La historia de la oveja perdida, que es la matriz de la misma, Mateo dice que Jesús la cuenta sosteniendo a un niño en brazos, y que la concluye con estas palabras: «Así vuestro Padre que está en los cielos no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños». Lucas no añade nada parecido. Lucas, el indulgente, el tibio, el conciliador, dice que es una de las leyes del Reino: algunos se pierden” (IV.47).
Así, pues, ¿qué es el Reino?
El Reino
Para Pablo, el elemento principal del mensaje cristiano es la resurrección. Esta idea, sin embargo, era más extraña en el siglo I que hoy: “cuando los discípulos de Jesús la divulgaron dos días después de su muerte, cuando Pablo se la comunicó a los griegos judaizantes, no era en absoluto la clase de idea piadosa que te viene naturalmente a la mente para consolarte de una pérdida cruel, sino una aberración y una blasfemia” (II.27). Acerca de las consecuencias que podría tener la resurrección en el mundo actual, Carrère participó en la preparación de Les revenants. El concepto es interesante: si los muertos volvieran a la vida, ya no tendrían lugar entre nosotros. No he visto la serie, pero dejo la severa crítica de Miguel Carrera.
No obstante, el mensaje de Jesús era transgresor no por la promesa de resurrección sino porque las conclusiones de sus parábolas, aunque estuvieran tomadas de la vida, iban en contra de lo que siempre se había considerado natural y humano. Jesús instaba a preferir el duelo, la desazón, la soledad, la humillación, a desconfiar de todo lo que es normal desear: familia, riqueza, respeto de los demás, autoestima (IV.11). Es por esta misma razón que el emperador Domiciano y todos los que le sucedieron persiguieron a los cristianos como si fuesen una plaga (Epílogo.2). Carrère la compara a la de aquellos vecinos indetectables que iban a devorar el tejido social desde adentro, como en esta película clásica de ciencia ficción:
Invasion of the Body Snatchers (1956)
¿Cómo puede entenderse esta inversión de valores propuesta por Jesús? Carrère arriesga una explicación: “las leyes del Reino no son, no lo son nunca, leyes morales. Son leyes de la vida, leyes kármicas[…] los granujas salen mejor librados que los virtuosos[…] cada vez que unos amigos vienen a mi casa les pregunto qué piensan de esta historia [la del hijo pródigo]. Se la leo en voz alta y todos se quedan desconcertados. El perdón del padre les conmueve, pero la amargura del hijo mayor les turba[…] A continuación les leo la historia del intendente granuja, después la de los jornaleros de la undécima hora, y tampoco comprenden lo que quieren decir. En una fábula de La Fontaine sí lo comprenderían, sonreirían ante una moraleja amoral y ladina. Pero no es una fábula de La Fontaine, es el Evangelio. Es la palabra última sobre lo que es el Reino: la dimensión de la vida en que trasparece la voluntad de Dios. Si se tratase de decir: «la vida en este bajo mundo es así, injusta, cruel, arbitraria, todos lo sabemos, pero el Reino, ya verán, es otra cosa…» Nada de eso. No es en absoluto lo que dice Lucas. Él dice: «Es así, el Reino». Y, como un maestro zen que ha enunciado un koan, te deja que lo descifres” (IV.45-46).
Y añade más, que el Reino es como esta analogía: “Un sabio indio habla del samsara y del nirvana. El samsara es el mundo hecho de cambios, de deseos y tormentos en el que vivimos. El nirvana, el mundo al que accede el iluminado: liberación, beatitud. Pero el sabio indio dice que «el que diferencia el mundo del samsara y el del nirvana es porque está en el samsara. El que ya no diferencia está en el nirvana» (IV.47).
En fin, si llegaste hasta aquí, querido lector, te preguntarás qué cree Carrère. No te lo voy a decir yo. Si lo respondiera en esta entrada, estaría traicionándolo a él (que se tomó la molestia de explicar algo complejo escribiendo este libro) y a su amigo Hervé, un budista para quien es esencial esforzarse en aprender el punto de vista de los demás antes que darles lecciones de cómo deben mirarse las cosas. Pienso que si te interesa el tema, te encantará El Reino: en mi opinión, Carrère ha sido fiel al misterio que le apasiona.
Bonus Track:

Rembrandt, Canción de alabanza de Simeón (1631, detalle)
Lucas es el único evangelista que muestra la presentación del niño Jesús en el Templo. Allí está el anciano Simeón: “es justo y piadoso, aguarda el consuelo de Israel y el Espíritu Santo le ha prometido que no morirá sin haber visto al Mesías[…] El anciano sostiene al niño en sus brazos: «Y ahora», dice, «ahora, Señor, puedes dejar partir en paz a tu servidor, porque mis ojos han visto la salvación de Israel.» Se adivina que le acuna mientras murmura esto, y la sublime cantata que Bach extrajo del episodio, Ich habe genug[...]" suena de fondo (IV.38).
Johann Sebastian Bach (1685-1750), Cantata BWV 82, por Dietrich Fischer-Dieskau:
DE REGALO

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Marcelo,
Me gustó el texto, no hay mucho que pueda agregar porque son temas (los que trata Carrere y los que vos desarrollas acá) que me superan. Sin embargo, apunto dos cosas:
1. Te recomiendo también la lectura de El Bautista del escritor mexicano Javier Sicilia. Aunque no es tan pretencioso (en el buen sentido) como Carrère, Sicilia también consigue narrar ciertos conflictos humanos a través de Juan.
2. Tienes en el texto un «en base al» que hay que sustituir por «con base en» para los puristas como yo.
– –
Gracias por la dedicatoria. Es mi primera vez 🙂
Saludos,
De nada, Samuel. Muchas gracias por la nueva recomendación, la tendré en cuenta, y por señalarme la errata (ya solucionada). Un fuerte abrazo 🙂
Hola, Marcelo. Gracias por dedicarme la entrada. Lo que más me interesó de El Reino es que fuera tras la pista de la ficción en el Nuevo Testamento. Me gustó esta manera de ver las parábolas como algo que escapa a la Historia y pertenece más a la Literatura. A mí me parece que la moral de la Biblia no es tan difícil de entender como para remitirnos al Nirvana, son costumbres y creencias de otras épocas, donde todo eso que hoy no entienden los amigos de Carrere tenía mucho sentido. Te diré más: si lees los Evangelios como creyente y no como un crítico o un historiador, encuentras enseguida sentido a cosas como la parábola de los talentos o la del hijo pródigo y no entiendes cómo es que los demás no lo ven. Un beso de tu amiga que te echa de menos.
De nada, Merche. Estoy de acuerdo, hay cosas que se entienden solamente desde la fe. Sin embargo, esa transgresión de valores que plantean los evangelios tampoco se entendía bien en el siglo I. Y estas creencias, nos guste o no, tengamos fe o no, siguen estando en la base de nuestra cultura. Me parece que el tema todavía tiene mucha tela para cortar. Un beso grande, yo también te extraño 😉
Muy buen estudio y comentario sobre tamaña obra, dilucidar la verdad del Gran Mensaje de la historia del Pueblo de Dios.
Me alegra que te interese la entrada, Herman. Por las dudas, para no engañar a nadie, me siento obligado a esta aclaración: El Reino es un libro que no pretende llegar a establecer la verdad. En este sentido, Carrère es muy cauto. Lo que le interesa, más bien, es invitar a la reflexión sobre estos temas. Un saludo.
Pues me parece mucho más interesante una invitación a la reflexión, que otro establecimiento de la verdad. De esos he tenido de sobra.
Y este tema, incluso desde el punto de vista doctrinario, está lleno de misterios.
Me alegra que te parezca bien, Carlos. Un abrazo.