
Para Carlos Santos
Lázaro Cuevas se puso el sobretodo y salió del Correo. Un viento demasiado frío para el otoño porteño le cortaba las arrugas de la cara. Lentamente bajó a la terminal de la Línea B. No tenía ánimo de volver a casa. Rita había muerto hacía un mes.
Nunca había querido pensar cómo sería la vida sin ella. Se habían criado juntos en la Chacarita. A los quince años Lázaro había entrado a trabajar en el Correo Central y a los dieciocho le había propuesto matrimonio. Dos años después se habían casado. Con un crédito habían comprado una casa modesta en la calle Caldas, casi frente al cementerio. Allí habían buscado tener hijos, pero no pudieron. Allí, pasada la juventud, los había alegrado su mutua y única compañía.
Lázaro compró dos cospeles, puso uno en el molinete y empujó la barra de madera. Eran las cinco de la tarde y había poca gente en el andén. A Lázaro nunca le había gustado el subte, a Rita sí. El servicio no era muy bueno. Si se perdía un tren, había que esperar bastante. Además, siempre ese olor rancio, y el aire, pesado.
Recordaba el día en que se habían puesto de novios. Rita le había pedido que la llevara a conocer el subte. Hacía poco que se habían completado las obras Chacarita-Alem. Al joven Lázaro no le gustaba la idea de andar bajo tierra, pero a Rita le brillaban los ojos:
–¿Qué te pasa, zonzo? ¿A qué le tenés miedo? –le decía. Y tanto le había insistido que, mitad divertido, mitad fastidiado, había decidido darle el gusto.
El tren llegó a la terminal y se vació de pasajeros. Lázaro se acomodó en el vagón delantero, en un asiento que miraba al túnel. Aquel primer viaje reaparecía en su memoria. Después de medio siglo el escenario seguía siendo el mismo. Las boleteras todavía usaban delantal rosa. El de los boleteros era azul. Los coches, azules y amarillos. El guarda abría las puertas, tocaba el silbato, apuraba a los pasajeros y volvía a cerrarlas.

La tarde del primer viaje, al pisar la escalera de la estación, Lázaro miró de reojo el peristilo del cementerio. Rita se dio cuenta y lo llevó de la mano hasta abajo:
–No pasa nada, ¿no ves que los muertos están enfrente?
Ella cruzó el molinete, lanzó una risita y Lázaro la siguió. Una vez del lado del andén, Rita dijo:
–¿Sabías que la siguiente estación es Dorrego?
–Donde está el parque Los Andes.
–Ajá. ¿Y sabés qué había...?
Retumbando, llegó el tren y se detuvo. Fueron hasta un asiento para dos. Las puertas se cerraron como una guillotina y el subte arrancó.
–¿Qué decías? –Lázaro tuvo que gritar por el ruido.
–¿Sabés qué había antiguamente en el parque Los Andes?
–No, ¿qué había?
–En el siglo pasado, no había un parque. Estaba el cementerio.
–Me estás cargando.
–No, es verdad, tenía capilla y todo. Con la fiebre amarilla el cementerio quedó chico y lo mudaron adonde está ahora, pero había tantos muertos sin cruz que no pudieron trasladarlos a todos... ¡Dicen que encontraron cada cosa cuando excavaron para construir la estación!
A Lázaro no le hizo gracia, pero Rita le guiñó un ojo.
Comentaban cada detalle del coche y clavaban los ojos en la negrura de afuera, hasta que llegaban a una estación. Pero esa visión de luz estaba condenada a la fugacidad. El tren partía tan rápidamente como había llegado. Sólo conservaban un recuerdo borroso, mientras las estaciones quedaban atrás.
A la altura de la estación Agüero, vieron en el túnel una sombra más densa que las otras. Estaban construyendo una comunicación con el Mercado de Abasto. Era impresionante pensar que se estaba ramificando una ciudad debajo de Buenos Aires, imposible conocer sus límites, hasta dónde llegaría.
El subte siguió su trayecto. En Alem, Lázaro le preguntó a Rita si quería caminar por Plaza de Mayo, pero la gente que venía de la calle estaba mojada, afuera llovía. Volvieron a los asientos y poco después emprendieron el regreso.
Ahora, una vez descubierto, el viaje parecía más corto. El vaivén del subte era adormecedor. Lázaro estaba tranquilo, pero quería llegar. Prefería la lluvia a estar bajo tierra. Cuando ya habían pasado la estación Dorrego, el tren dejó de acelerar la marcha y se detuvo.
Los pasajeros se miraron con inquietud. Lázaro comenzó a ahogarse. Abrió la ventanilla y un soplo de aire frío le tocó la cara. A su izquierda, donde debía de haber continuado la pared del túnel, había una caverna. Miró el mapa de la línea, se encontraban bajo el parque Los Andes y el vagón era un féretro enorme que los acarreaba a las entrañas de la tierra, donde los esperaba una fosa común.
Lázaro despertó con un grito ahogado y comprendió que estaban llegando a su destino.
En el andén, la gente estaba empapada. Afuera llovía a cántaros. El pasaje no se decidía a subir, pero Lázaro le dijo a Rita:
–Por favor, vamos a la calle.
–¿Qué te pasa?
–Tuve una pesadilla.
–¡Pero mirá cómo llueve!
–¡Me gusta la lluvia!
Corrieron por las escaleras de la mano, riendo y mojándose. Ya arriba, Lázaro la besó en la boca por primera vez. Cruzaron Corrientes, entraron en la confitería El Imperio y Rita quiso conocer la pesadilla. Lázaro se la contó, y aunque Rita no le dio importancia, no volvió a pedirle que viajaran en el subterráneo.
Pero luego vino el matrimonio, la casa frente al cementerio, la comodidad de un transporte rápido que lo dejaba en la puerta de su trabajo, y Lázaro se olvidó de sus miedos.

Un vacío se tragó las imágenes y lo dejó solo. Desde afuera, la negrura del túnel le había cautivado la mirada. Lázaro se recobró con un suspiro.
El tren llegó a la estación Dorrego y subió una nena. Tenía el pelo suelto, lacio y castaño, la cara sucia, un pantalón de corderoy marrón, un buzo negro y unas zapatillas blancas. En la mano izquierda apretaba unas estampitas y empezó a repartirlas entre los pasajeros.
Tendrá siete años, pensó Lázaro.
Con el vaivén del subte, la nena se tambaleaba. El que no leía, parecía dormido, aun con los ojos abiertos.
Los desconocidos de siempre, pensó.
Había una mujer con dos hijos, una pareja de ancianos, oficinistas, un operario con su caja de herramientas, tres señoras con sus tapados y sus joyas.
Rancio y espeso, el aire del túnel entraba en el vagón con bocanadas que rendían de sopor a los pasajeros.
Este aire estancado se parece al que dejan las flores del cementerio. No es el mismo olor, pero el aire está podrido.
Miró el reloj: las cinco y veinte. Tenía tiempo hasta las seis para llevarle flores a su esposa.
Todavía no fui a visitarte esta semana, pero estoy llegando...
La nena le apoyó algo sobre la pierna y siguió de largo. Lázaro bajó la vista y vio cómo se le caía la estampita. Con un quejido se inclinó a juntarla. Era la imagen de una santa vestida con hábito negro, arrodillada ante un crucifijo. De la cabeza del Cristo salía un rayo de luz que se dirigía a la frente de la mujer. Al pie de la cruz había un libro abierto en un pequeño atril. En el piso yacían dos rosas y un lazo. Lázaro dio vuelta la estampita.
"Oración a Santa Rita de Casia"... ¡Santa Rita! ¡Qué justo!
Leyó la oración, cerró los ojos y se llevó la estampita a los labios. El tren estaba entrando en la estación.
Cuando abrió los ojos, la nena lo miraba de frente. Lázaro buscó en el bolsillo del saco y le dio el vuelto del cospel.
–¿Cómo te llamás?
–Milagros.
–¿Tenés hambre? –ella asintió con la cabeza–. Te invito un sándwich, ¿querés?
El subte llegó a Lacroze, la nena le dio la mano y bajaron. El cielo amenazaba con tormenta.
–¿Podemos ir ahí? –preguntó la nena, señalando El Imperio. Cruzaron Corrientes y entraron en la confitería. El mozo tomó el pedido y al momento regresó con un pebete de jamón y queso, una Coca-Cola y un café.
Lázaro vio complacido cómo la nena se tomaba la coca y atacaba el sándwich con las dos manos. Ella sintió que la miraba.
–¿Querés un poquito? –le dijo con la boca llena.
–No, gracias, es todo para vos. ¿Vivís con tus papás?
–No.
–¿Tenés hermanitos?
Milagros negó con la cabeza.
–¿Con quién vivís?
–Con mi abuela.
–¿Y dónde está?
–En el cementerio, me tiene que venir a buscar. Pero viene más tarde porque a la noche la gente me compra más –Milagros se paró con el sándwich en la mano.
–¿Adónde vas?
–Me tengo que ir. A vender.
Milagros salió de la confitería. Desde la ventana, Lázaro la vio bajar al subte. Miró el reloj: las seis en punto. Adiós visita al cementerio.
Mañana a la mañana sin falta, Rita, pensó mientras la lluvia empezaba a caer. ¿Cómo es capaz de dejar sola a la nieta todo el día y pasar a la noche a buscar la plata?

Al día siguiente hacía frío, pero había sol. Lázaro se levantó a la hora de siempre, se afeitó y tomó rápido unos mates. Tenía urgencia por ir al cementerio. Fue al puesto Josecito y pidió que le armaran el ramo de crisantemos y claveles. El muchacho que lo atendía siempre le puso helecho y ató bien todo con hilo y alambre para que el ramo no se desarmara en el nicho.
Después cruzó la avenida, entró en el cementerio y comenzó a caminar las cinco o seis cuadras que llevaban hasta los ascensores de la Galería 19, frente a la Iglesia.
El viento cortaba la piel, los árboles estaban desnudos. Lázaro se acomodó la bufanda.
¿Qué día es hoy? ¡Veintidós de mayo! ¡Santa Rita, qué justo! Bueno, seguro que no te va a molestar compartir las flores con ella, ¿no?
No había mucha gente a esa hora, y menos con ese frío. Lázaro llegó al ascensor, manejado por un tipo alto, flaco, con traje negro y pelo negro, lacio.
Hace juego con el lugar, pensó Lázaro.
Bajó en el último subsuelo, el segundo, y se dirigió hacia la Galería 19.
Uno, dos, tres...
Iba contando los pasillos para no seguir de largo.
Ya llegamos.
Entró en el pasillo.
El tercero desde abajo, cerca del otro lado, recordó.
Era mejor llegar así, no buscando un número en la losa.
Como de costumbre, el pasillo estaba mal iluminado. Al poco andar, escuchó un quejido y algo que raspaba la losa. Aguzó la vista, que ya no era la de antes. En la mitad del pasillo estaba Milagros en puntas de pie. Le estaba pegando a la placa de un nicho con una piedra.
–¡Eh, piba! ¿Qué hacés?
Milagros se sobresaltó, dejó caer la piedra y escapó corriendo. Por el otro extremo de la galería, apareció Roque, el viejo cuidador del cementerio. Intentó atajarla y fracasó. Se acercó a Lázaro.
–Otra vez esta mocosa, será posible.
–¿Cómo dice? ¿Usted la conoce a Milagros?
–¿Así se llama? A mí nunca quiso decirme el nombre. Hará un mes que la conozco. Esta nena es de la calle. A veces viene durante el día a dormir acá. Yo la dejo, pobrecita. Y usted, ¿cómo la conoce?
Lázaro le contó lo sucedido la tarde anterior.
–Y me dijo que la abuela la pasa a buscar a la noche.
–A mí también me habló de la abuela. Según la piba falleció hace un mes y está enterrada en esta galería, pero ya me fijé y aquí no está. Dice que es bruja y todas las noches va al subte a buscarla –meneó la cabeza–. Me hace renegar. Cada vez que me doy vuelta se pone a golpear las placas de los nichos.
–¿Y para qué?
–Y... –levantó la piedra y la tiró a un canasto–. No sé. Veo que le trajo flores a la patrona, mejor lo dejo solo –se llevó el ramo de la semana anterior–. ¡Con razón no había venido usted ayer! ¡Nunca falta los martes!
Lázaro desenroscó el alambre, puso las flores, volvió a enroscar el alambre. Se santiguó y lloró.
Ay, Rita, te extraño tanto...

Después de rezar, Lázaro besó la placa del nicho y fue a la estación. Nunca le había parecido tan abominable el subte, que embotaba las mentes con su aire muerto. Como de costumbre, los asientos se ocuparon antes de que consiguiera sentarse y tuvo que apoyarse contra un respaldo.
¿Cómo hará la vieja para estar sentada siempre en el mismo lugar? Tiene que haber subido por la otra puerta, no estaba en el andén.
Era una mujer muy delgada, menuda. Las puntas de los pies apenas tocaban el piso. Llevaba el pelo canoso, corto, peinado a lo varón. De su tapado negro, apenas asomaban las manos venosas. A su lado iba un hombre de mediana edad, con saco y corbata, pálido, mal afeitado y ojeroso.
A este hombre lo tengo visto de algún lado. Está demacrado, trabajará mucho.
El subte arrancó y el hombre cerró los ojos. Sobre una de las puertas, invertido, un mapa con el recorrido de la línea B.
En Alem, Lázaro caminaba hacia las escaleras cuando le llamó la atención un guarda con un ramo de crisantemos y claveles que subía a otro tren. Una multitud pasó apresurada ante el vagón y lo perdió de vista.

A las cinco de la tarde, Lázaro salió del Correo y bajó a la terminal. Compró dos cospeles, puso uno en el molinete y empujó la barra de madera. Se sentía cansado.
Tendría que jubilarme, ya estoy en edad.
El subte todavía aguardaba en el andén. Alcanzó el penúltimo vagón, pero también estaba lleno. En un asiento dormitaba el hombre demacrado. Enfrente de él estaba el único sitio vacío, el de la vieja de las manos venosas, pero el hombre había puesto los pies encima y nadie se atrevió a reclamarle el lugar.
Las puertas se cerraron y el tren partió.
Lázaro observó que la mayoría de las caras le eran familiares. Junto a él, la mujer con sus dos hijos. Más allá, la pareja de ancianos, los oficinistas, el operario con su caja de herramientas, las tres señoras con sus tapados y sus joyas...
Conozco a todos los que están sentados. Es como si ya hubiera hecho este viaje... No, me parece a mí porque esta gente usa siempre la misma ropa vieja.
Los que estaban de pie bajaban a medida que las estaciones iban pasando, y seguían su camino. Los que estaban sentados no dejaban sus lugares.
El tren llegó a Dorrego. Por la otra punta del vagón subió Milagros y empezó a repartir estampitas con la mirada brillante. Esta vez, todos le daban limosna. Como en misa, tenían el dinero listo antes de que les dejara la estampita sobre las piernas.
No está triste como esta mañana. Voy a preguntarle qué hacía en el cementerio.
Milagros llegó al pasajero que tenía los pies sobre el asiento vacante. Le dejó una estampita en la mano, el hombre se despertó y se le deslizó al suelo. Se inclinó para recogerla, pero no pudo levantarse. Del bolsillo interno del saco se le cayó una placa de nicho. Milagros devolvió velozmente la placa a su bolsillo y enfrentó a Lázaro.
–¡Despiértese! –lo sacudió el guarda–. ¡Este tren no sale!
Ya habían llegado a Lacroze. En el vagón sólo quedaban el guarda y él. Sobre la puerta, el mapa invertido. Eran las cinco y veinte.
Sobresaltado por un mal pálpito, apuró el paso hacia el cementerio. Los ascensores no funcionaban. Bajó agitado los dos subsuelos hasta el pasillo de Rita y vio a Roque tirado en el suelo. Junto a él, otros dos empleados, y el médico del cementerio, certificando la muerte del viejo cuidador.
–¿Cómo fue? –preguntó el médico. En la Galería 19 faltaban algunas placas.
Lázaro corrió escaleras arriba y no paró hasta volver a la terminal. Sin aliento, cruzó el molinete.
La vieja de las manos venosas esperaba en la penumbra del andén.
–¿Por qué tanto apuro? ¿Acaso usted no le pidió a la santa de las causas imposibles? Milagros es traviesa, ¿sabe? Pero los chicos no tienen maldad.
Irrumpió el subte. Sólo había pasajeros en el último vagón. Subió la vieja y Lázaro la siguió. Roque, con traje de guarda, tocó el silbato y cerró las puertas. Invertido sobre una de ellas, el recorrido de la línea B. Sentados, los desconocidos de siempre, sujetando el dinero con la mirada perdida. Desde la otra punta lo llamó Milagros.
–Vaya –le dijo la vieja.
Lázaro obedeció. Milagros le dijo:
–Pobre Lázaro, no puede más. ¿Me compra una?
Y dándole una placa de nicho, lo sentó junto a su demacrada esposa, que llevaba el ramo en el regazo.
Marcelo Rosende
*
“Línea B”, cuento premiado y publicado en Antología de Cuento y Poesía. III Concurso Nacional de Literatura, Buenos Aires: UPCN en las Letras, 2004, pp. 25-37.
Bonus Track: Cortometraje de 1930
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